Eugenia Codina Desde mi ventana

sábado, 20 de diciembre de 2008

El chico del gimnasio

Este es un cuento que escribí hace años y que, casualmente, he vuelto a encontrar. Un buen momento para colgarlo en este blog como lectura vacacional.

Margarita Zorbalá en 1982

EL CHICO DEL GIMNASIO

Gracias a él, mi interés por la gimnasia aumentó en picado. La gimnasia o educación física, como pomposamente se describía en el boletín de notas del instituto, siempre había sido una tortura para mí, gracias a las ineptas profesoras de la falange.

Era el instructor en el gimnasio donde iba cada semana para hacer mantenimiento, es decir, para mantener los michelines donde están sin que aumenten.

Era un gimnasio de yuppies en un barrio rico de Rotterdam. La Universidad donde yo trabajaba tenía un contrato con el gimnasio para que el personal universitario pudiera hacer ejercicio por un módico precio: la única forma de movilizar a los intelectuales con los músculos atrofiados (excepto los de la cabeza) y un sueldo que hay que buscar con lupa.

La mayoría de hombres y mujeres que iban allí a hacer ejercicio eran evidentemente trabajadores del sector servicios. O hacían un trabajo ejecutivo, oficinesco o intelectual, o así lo querían aparentar.

Los instructores también estaban seleccionados de forma que no despertaran complejos a los hombres canijos, canosos y gafosos que acudían regularmente a mantener los michelines. Algunos de los instructores estaban francamente escuchimizados. Algunos, y algunas, oscilaban entre los cuarenta y sesenta años, de forma que nadie se sintiera ni demsiado viejo, ni demasiado gordo, delgado o calvo comparado con ellos.

Destacaba, pues, entre ellos, la figura de mi chico. Era alto, rubio, guapo, y tenía el tipo en forma de T mayúscula. No se le podia sacar ningun defecto. Tenía unos preciosos ojos azules y una voz muy educada. Yo siempre había sentido preferencia por el hombre nórdico, normalmente más alto y rubio que el latino. Será porque yo tengo un físico bastante meridional, producto de mi procedencia barcelonesa. En cambio, mis amigas holandesas flipan con Antonio Banderas, o cuando ven fotos de mi hermano

Pero volvamos a la razón de esta historia y de mi buena forma física. La primera vez que le vi pensé que era el hombre más guapo que había visto en mi vida. Entonces decidí que, definitivamente, los hombres más jóvenes (que yo) tenían mucho que ofrecer. Hasta aquel momento yo siempre había sido más joven que mis compañeros, pero a partir de los 30 una se da cuenta de que la generación de los hermanos pequeños ya ha crecido. Las ventajas de un chico de esta edad, me decía yo para mis adentros, es que tienen mucho entusiasmo, ganas de aprender, miran la vida como si nunca se fuera a acabar, y básicamente son más guapos.

Despues de superar mis escrúpulos inciales, entablé mi primera conversación con él. Lo primero que me preguntó es cómo me llamaba, edad (pregunta difícil), domicilio (el muy ladino) y teléfono (¡ajá!) y si pagaba al contado. Sospeché que la relación empezaba con buen pie, en vistas de la información personal que me habia pedido.

Mi afición por la gimnasia aumentaba con cada mirada de sus prometedores ojazos. Conseguí llegar a entrenar tres veces a la semana. Para descubrir los días que trabajaba hice un cálculo de probabilidades. Durante dos meses fui al gimnasio cada vez a una hora distinta, hasta que conseguí cartografiar su esquema de trabajo.

Una vez superada esta primera etapa de reconocimiento, pasé a la segunda fase. Vi que la cosa tenia futuro el día que se me acercó cuando yo estaba haciendo un ejercicio de triceps (el músculo más descuidado de la anatomía femenina según me han dicho los aerobicólogos). Me dijo, en su voz tan armoniosa, que tal como lo estaba haciendo no servía para nada. Que tenía que apoyar el codo en el soporte. Naturalmente, yo veía perfectamente a través de la transparencia de la excusa. Este primer contacto quedó en esto.

A partir de etonces noté que me miraba con insistencia. Yo le dedicaba mis mejores miradas de Minnie Mouse, pero de alguna forma no lográbamos salir de esta dinámica de flirteo a distancia. Ya empezaba a desesperar cuando la gran oportunidad se me presentó.

Estaba yo en la cola de la verdura del supermercado al lado del gimnasio cuando noté un saludo a mi espalda. Me di la vuelta y detrás de mí, con su carrito, estaba él. Yo le devolví el saludo entusiasmada y le pregunté alguna idiotez del estilo '¿estás comprando?'. Mi sonrisa se congeló al ver una chica joven y rubia que le ponía insistentemente una coliflor debajo de la nariz mientras me dirigía una mirada gélida, que decía: ES MIO con mayúsculas. Acepté mi derrota y me fui a buscar consolación en la sección de helados (Hagen Dass, praliné con nueces, para casos de extrema gravedad).

En el momento que iba a poner el helado letal en mi carrito de la compra, note que alguien me tocaba tímidamente el hombro. Era él.

- Oiga, me dijo, -hace tiempo que quería preguntarle algo...

El que me tratara de usted me hizo despertar cierta desconfianza sobre el curso que estaba tomando la conversación.

- Es que verá, eh...¿es usted griega?-.

- Nooo, -le respondí yo cuidadosamente, no tenía ni idea de por donde me iba a salir.

- Es que se parece usted mucho a Margareta Zorbalá. Es una cantante griega.

- Ah, no pues no la conozco, porqué ¿te gusta?- dije aprovechando la ocasión para hacer conversación y para subrayar el tuteo.

- A mi no, qué va, pero a mi madre sí. Cuando yo era pequeño mi madre la ponía muy a menudo los sábados por la mañana. Esto era antes de que mis padres se separaran. Me recuerda mi infancia feliz, cuando todos estábamos juntos-, me dijo con sorprendente sinceridad. A estas alturas de la conversación, el romanticismo que yo había adjudicado a nuestra relación, empezaba a desintegrarse.

- Usted me la recuerda, será porque son de la misma edad- acabó por remachar el clavo.

En aquel momento llegó la rubia, ahora con un amenazador pepino en la mano, y le tiró de la chaqueta con impertinencia.

- Bueno, me tengo que ir, que aún tenemos que hacer las compras del fin de semana. Perdone si la he molestado...-.

¿Qué le podía decir? : - ¿Cómo me puedo enfadar con alguien que me llama vejestorio y a la vez me asocia con los momentos más felices de su vida?-.

Y de verdad que esto es lo que sentía.

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