Arcadi Espada escribe sobre la polémica despertada por el libro y las declaraciones de Santamaría. En ellas acusa a la nueva cocina llamada tecnoemocional, la cual tiene como pionero y representante absoluto Ferrán Adriá, de ser perniciosa para la salud y esnob. En su artículo cuenta Espada que va una vez al año a comer a ElBulli y que puede asegurar que todos los que desconfían de la calidad de la cocina de Adriá caerían bajo sus encantos ya que es irresistible.
Yo no he ido aùn a comer al ElBulli, cosa que lamento y que pienso remediar en el plazo de los próximos años. Tampoco quiero entrar en la polémica arriba mencionada que ya está tratada suficientemente en los medios de comunicación y con particular rigor en el artículo de Espada. Mi razón para escribir sobre el tema es una reflexión de tipo antropológico-cultural.
Este año he comido por primera vez en un restaurante de cocina, digamos, tecnoemocional, un nombre en sí poco atractivo pero que describe bien la experiencia que es comer en un lugar como Can Roca que es donde estuve yo.
Reconozco mi ignorancia sobre el tema porque aunque había oído hablar mucho de Adriá y su cocina molecular no me había dado cuenta de que realmente se trataba de un concepto completamente distinto de lo que yo conocía hasta ahora como restauración. Yo me había quedado anclada en la nouvelle cuisine de los años ochenta.
Cuando comí en Can Roca pasé por una experiencia nueva. Yo era la única española en un grupo de holandeses. Pedimos un menú degustación, que ahora comprendo es lo lógico en este tipo de comida porque de lo que se trata es de vivir las más experiencias posibles. Los camareros iban contando lo que había en cada plato (es para usar una palabra que todos conocemos) en inglés. En un cierto momento, uno de los camareros me sopló al oído: Es un recuerdo de ensaladilla rusa. Pensé:- Vaya cursilada, -para mis adentros hasta que me puse en la boca el líquido que salía de la esfera color crema nadando en mi plato.
El gusto de ensaladilla rusa era total, pero no la ensaladilla rusa despersonalizada de los congelados, sino exactamente como la hacía mi madre. El recuerdo de los veranos, de las comidas en el comedor de mis padres, de los vermuts en familia... todas estas instantáneas se agolparon de repente en mi memoria.
Aún no me había recuperado de esta ataque por sorpresa a mi memoria gustativa cuando me trajeron una ¨deconstrucción¨de sopa de pan con bacalao y judías, todo esto, huelga decirlo, en formato microscópico. Otra vez se me agolparon los recuerdos de las cenas de la infancia con sopa de pan y tortilla, la familia sentada a la mesa, los deberes del colegio, las peleas entre mis hermanos y yo, la mesa de la cocina donde cenábamos los pequeños.
Los otros comensales que no compartían este pasado de gustos conmigo juzgaban la comida por lo que les aportaba ahora: les gustaron e impresionaron los platos estrambóticos y deliciosos que nos iban trayendo.
Para mí era la primera experiencia con lo que es la deconstrucción en la cocina, este despliegue de gustos y de texturas inesperadas que te descolocan porque no se corresponde en tu memoria el sabor con la textura.
Si lo entiendo bien la cocina tecnoemocional solo puede funcionar si hay un pasado de recuerdos almacenado en la memoria que le da la dimensión "emocional" a la experiencia de comer. Una dimensión que va más allá del confort food, esas comidas que nos gustan cuando estamos deprimidos, enfermos o cansados porque nos recuerdan momentos de seguridad infantil. En la comida tecnoemocional estos recuerdos de seguridad se desplazan, se mueven y te sorprenden de una forma, que te hace sentir muy vivo. Vivo en el sentido de que durante microsegundos eres consciente de lo que te forma, de como estás construído.
Después de una comida así no te sientes meramente satisfecho por haber comido bien, es una satisfacción más cercana a la que se siente después de ver una película de Woody Allen o después de haber hecho algo creativo. En mi caso me sentí sorprendida por mi identidad y por las piezas que las construyen. Como si fueran amigos que no hubiera visto en mucho tiempo.
La cuestión es, para mí, como pueden estos creadores conseguir que esta experiencia tan local pueda ser global. Es decir, ¿cómo es que viene gente de todo el mundo a comer a ElBulli si no han comido nunca de pequeños ensaladilla rusa?
Me pregunto si el genio de Adriá radica en que puede hacer estas deconstrucciones con los pasados de otras culturas y otras historias culinarias. Si es capaz de llegar a los recuerdos de eslovacos y japoneses por igual.
El éxito global de Adriá me dice que realmente debe ser un artista, porque el verdadero arte es el que sobrepasa la experiencia íntima y local para apelar a cualquier persona sensiblemente abierta a la experiencia, ya sea música, literatura o comida.
La otra razón es que todos los artistas que conozco están un poco locos. Sin esta locura no se atreverían a ser los primeros en hacer algo innovador, inverosímil y en contra de las llamadas a la sensatez. Hay que ser muy creativo y chalado a la vez para ser EL PRIMERO al que se le ocurre hacer sopa en forma de spaguetti de tres metros. Si no fuera por estos espíritus creadores aún estaríamos lavando a mano, haciendo música con una botella de anís y un palo y comiendo cada día patatas con judías.
Porque quiero ira a ElBulli:
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