El domingo esparcimos las cenizas de mi amigo Ruud en el Mar del Norte. El lugar adecuado para un gran navegante. Una sencilla y sentida ceremonia sin discursos ni grandes gestos: las cenizas lanzadas al mar seguidas por unas rosas blancas y una lata de cerveza de la que tomamos todos un trago antes de dársela a Ruud.
Un barco de pescadores que salió de Scheveningen, en La Haya, lo llevó a mar abierto donde le dejamos para siempre. Después de la ceremonia, el barco dio una vuelta alrededor del sitio donde habían desaparecido las cenizas, tocó la sirena tres veces y bajó la bandera a media asta.
Mientras los presentes nos recogíamos en respetuoso silencio una gaviota se posó en el lugar desde donde acabábamos de celebrar la ceremonia de despedida. Entonces vi que el capitán del barco pesquero estaba en su cabina escribiendo en su bitácora, con un cigarrillo de liar en la boca y una lata de cerveza al lado. Estas pinceladas de realidad y pragmatismo mi hicieron sonreir.
El hombre se me acercó, y mientras se liaba otro pitillo, me dijo que gracias a estas ceremonias habían salvado la vida muchos barcos pesqueros en desuso y que ahora solo se alquilaban para la pesca deportiva y el esparcimiento de cenizas.
Los negocios iban viento en popa, me contó, gracias a los rumanos, búlgaros y alemanes. Países sin mar o donde está prohíbido esparcir cenizas al aire libre o en el agua son los grandes clientes de los barcos holandeses.
Mientras el capitán me contaba esto vi pasar tres barcos llevando las cenizas de sus seres queridos al punto definitivo de descanso.
Esta idea me impresionó. Se habla de países de acogida pero no de mares de acogida. El mar no pide pasaportes ni nacionalidades. Si es verdad que en la muerte todos somos iguales, en las aguas del Mar del Norte aún lo somos más.
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